sábado, 25 de abril de 2009

Talía Laucirica Gallardo recuerda el entierro de José Antonio Echeverría


Estuvo entre los pocos que asistieron al entierro de José Antonio Echeverría. Instantes de dolor que ha guardado en el recuerdo hasta hoy. Talía Laucirica

Gallardo vive con el honor de haber sido amiga y compañera de estudios del líder revolucionario
«Eran aproximadamente las siete de la noche cuando el cortejo fúnebre, que llevaba los restos de José Antonio, atravesó la ciudad de Matanzas. Pasó en silencio, la población no sabía que él sería trasladado desde La Habana hasta el panteón de su familia en Cárdenas».
Así recuerda aquellos momentos Talía Laucirica Gallardo, amiga y compañera de estudios, en la Universidad de La Habana, de José Antonio Echeverría, quien fuera presidente de la FEU y dirigiera las acciones del asalto a Palacio Presidencial y la toma de Radio Reloj, el 13 de marzo de 1957, con el objetivo de derrotar la dictadura de Fulgencio Batista.
«A mi mamá y a mí nos recogió un amigo que venía como parte del cortejo, discretamente, en la Vía Blanca. En el carro estaban también su novia y la madre de ella. Eran unos seis carros en total, los cuales fueron registrados previamente por las autoridades.
«Al llegar al cementerio serían más o menos las ocho de la noche, y ya había oscurecido. Nos hicieron bajar de los autos y solo siguieron hasta el panteón el carro fúnebre y el de los padres de José Antonio. Nosotros continuamos a pie, con las dificultades de la penumbra. Entre las tumbas había apostados soldados con armas.
«Para poder colocar el ataúd en el panteón hubo que auxiliarse de faroles de luz brillante. Éramos unas 20 personas entre familiares y amigos, también iban Roberto Chomat, entonces decano de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de La Habana, y el profesor Aquiles Capablanca.
«Fue el entierro de un héroe y sin embargo había sido tan pequeño, sin un solo homenaje. Al día siguiente, bien temprano en la mañana, hablé con unos amigos en una florería de Matanzas para que me hicieran una ofrenda floral. Sobre el mediodía, mi padre me llevó en el carro hasta la tumba, allí dejé las flores. Esa fue mi despedida de José Antonio».
Para Talía, recordar aquellos momentos se hace muy difícil, tanto que, hasta hoy, 52 años después, había rehusado cualquier entrevista o escribir el relato, para que quede constancia de los hechos como parte del tesoro que guarda la Cátedra José Antonio Echeverría, de la Universidad de La Habana.
Es inevitable que sus ojos se llenen de lágrimas cuando recuerda sus encuentros con José Antonio en el Náutico de Varadero, adonde acudían con sus familias asiduamente por ser matanceros.
«Había una amistad entre las familias. Mi mamá fue fundadora de La escuela del hogar, en Matanzas, y la hermana de José Antonio, Lucy, fue su alumna.
«Él me habló con tanta pasión de la arquitectura que despertó en mí una inclinación por esa carrera. Así que cuando terminé el bachillerato vine a vivir a casa de una tía aquí en el Vedado y matriculé en la Universidad de La Habana. Yo tenía entonces 16 años y José Antonio ya estaba en cuarto año».
—¿Cómo recuerda usted el carácter de José Antonio, sus gustos, su manera de ser...?
—José Antonio era una persona muy especial. Por una parte era muy serio, muy cumplidor, estaba muy claro de los pasos que daba, de su deber para con la patria, y al mismo tiempo era muy cariñoso, agradable; le gustaba disfrutar de la vida, no era ningún renegado de las cosas que les gustan a los jóvenes.
«Bailaba y lo hacía muy bien. Le gustaba la música y tenía una novia, María Esperanza, que era una joven muy bonita y también estudiaba en la universidad. Ella residía en una casa de huéspedes en 17 y L, en el Vedado, porque era del oriente del país.
«No era difícil ver a José Antonio compartiendo una cervecita en el bar del Hotel Colina con sus compañeros de estudios, o en una fiestecita que hacíamos en la casa de alguien.
«Y cuando había dinero nos íbamos un grupo al restaurante Centro Vasco —él y yo descendíamos de esa región de España— y por tradición familiar pues teníamos un gusto especial por esos platos y también por el vino. Pero déjame aclararte que él no tenía ninguna adicción, solo tomaba socialmente, y no fumaba.
«Mi relación con él era muy buena, de una profunda amistad. Siforiano, su hermano, vivía en La Habana. Ya era ingeniero graduado y tenía un carro. José Antonio me decía: “oye, esta semana tenemos viaje con Sifo”, porque el hermano lo llevaba a pasar el fin de semana a la casa de sus padres en Cárdenas, y de paso “me daba botella” a mí. Luego me traían de regreso a La Habana. Era muy atento».
—Usted lo recuerda en la universidad, como estudiante...
—Sí, como no. Era muy inteligente, y como te dije antes, un apasionado de la arquitectura. Pero debía dividir su tiempo con las responsabilidades que tenía como Presidente de la FEU.
«Él ya estaba en un grado avanzado y esa carrera lleva mucho taller. Había un grupo de estudiantes que trabajaban con él. José Antonio daba los criterios arquitectónicos, de desarrollo, la idea de lo que quería expresar y luego ellos lo ayudaban en el tema del dibujo, que es lo que se hacía en el taller y lo que lleva más horas de trabajo».
—Usted participó en las manifestaciones estudiantiles.
—Yo siempre estaba allí, y bajé varias veces —así le decíamos porque bajábamos la Escalinata desde la Colina Universitaria— pero José Antonio siempre me decía que no saliera. Trataba de protegerme, porque yo era muy jovencita, mujer y había un compromiso familiar, pero yo no hacía mucho caso.
«Recuerdo una vez que me lo encontré llegando a San Lázaro y me dijo: qué tu haces aquí, dime tú, otro problema más.
Yo incluso formé parte de la Asociación de Estudiantes de la Escuela de Arquitectura, y ocupé la Secretaría de Asistencia Social. Eso quizá parezca raro, pero mi labor era recoger dinero entre los estudiantes e ir a visitar a nuestros presos, para ayudarlos.
«Pero yo recuerdo a José Antonio en las luchas estudiantiles desde mucho antes, allá en Matanzas. Por ejemplo, un 8 de mayo al mediodía, se hizo una peregrinación al Morrillo, en homenaje a Antonio Guiteras. Eso fue al mediodía y por la noche había un acto en el Instituto de Segunda Enseñanza.
«Allí irrumpió la soldadesca e hirieron a José Antonio en la cabeza, también a Venegas. Yo estaba allí, con Julio García Olivera.
«También recuerdo una vez que estábamos en un acto en el Instituto del Vedado de aquí, de La Habana, en el Parque Mariana Grajales, y también se formó una trifulca e hirieron a Fructuoso Rodríguez, a José Antonio y a su hermano Alfredito.
«No era difícil verlo con la cabeza vendada en la Universidad, porque la policía acostumbraba a asestar golpes con el palo por la cabeza de los estudiantes».
—¿Cómo se enteró usted del Asalto a Palacio?
—Habíamos tenido una asamblea en la Escuela de Derecho, y la orientación fue que la universidad permaneciera cerrada, porque había una tendencia en aquellos tiempos a comenzar las clases a finales de enero o febrero.
«Yo estaba en Matanzas cuando ocurren los hechos. Casualmente teníamos puesto Radio Reloj y escuché a José Antonio, y cuando se fue del aire nos cayó una desesperación a todos, a mi mamá, a mí. Y luego las noticias, yo quería venir para La Habana, pero era muy difícil, todo estaba muy complicado.
«El cuerpo de José Antonio estuvo tirado en el lugar donde cayó hasta casi las ocho de la noche. La calle estaba cerrada y rodeada por la policía batistiana. Algunos compañeros, desde el portal del Hotel Colina, estaban mirando la situación, para tratar de rescatar el cuerpo, además no se sabía si estaba aún con vida. Pero aquello fue imposible.
«El cadáver lo entregaron a la familia al día siguiente, y se tendió en la funeraria de Zapata y 2, en el Vedado. Yo me comuniqué telefónicamente con el padre de José Antonio para decirle que venía para La Habana, pues quería estar junto a los familiares y amigos, pero él me dijo que no lo hiciera, que el entierro sería en Cárdenas y podíamos cruzarnos en el camino. Eran más o menos las 12 del día y todavía no tenían autorización para el traslado.
«Sobre las tres de la tarde recibimos en mi casa en Matanzas la llamada de Sergio Martínez, un compañero que estudiaba arquitectura y muy amigo de José Antonio, me dijo que me recogería en Matanzas, sin llamar mucho la atención, y así lo hizo».
—¿Y sus padres no se preocupaban por que usted participara en la lucha?
—Mi mamá no se oponía, a mi papá le gustaba un poco menos, pero yo era dueña de mis actos y decisiones. De hecho mis padres también participaron en la lucha. Luego de estas acciones mi casa se convirtió en lugar de estancia para revolucionarios que actuaban en la provincia. Es verdad que no tenía condiciones de seguridad ninguna, pero era necesario y así fue.
—¿Usted terminó la carrera de arquitectura?
—No, qué va. La universidad se cerró cuando yo iba a empezar tercer año, y todo ese tiempo, luego de la muerte de José Antonio y amparada por los acuerdos de la Carta de México que disponía la unión de las fuerzas revolucionarias, trabajé junto a los compañeros del Movimiento 26 de Julio.
«Después del triunfo de la Revolución laboré en el Ministerio de Relaciones Exteriores, luego en Educación y más tarde en Transporte. Estudié Derecho, por aquello de que no dijeran que no me había graduado en la Universidad, y los conocimientos de ambas carreras me sirvieron de mucho en mi trabajo».
—Supongo que todas estas cosas afectaron su carácter.
—Hay cosas que indiscutiblemente te marcan para toda la vida. Todavía José Antonio murió combatiendo, pero lo ocurrido en Humboldt 7 fue una masacre.
«Cuando veo los muchachos de hoy, recuerdo esa etapa, uno no la tuvo. Ellos no tienen preocupación ninguna, cumplir con sus estudios y hacer el servicio militar, pero no como nosotros. Somos una generación marcada».

miércoles, 22 de abril de 2009

Testimonio de Juan José Alfonso Zúñiga

Sobre la retirada hay algo muy interesante, yo leí en los periódicos, lo que pasa es que me he exprimido los sesos tratando de recordar que periódico, pero cuando aquello se editaban aquí en La Habana varios periódicos, yo leí en los periódicos que la tiranía decía que el ataque a Palacio, y esa fue la propaganda que hicieron, había sido un hecho gangsteril, que eran gangster y algunos estudiantes incautos y politiqueros los que habían atacado a Palacio. Para confirmar esa mentira; parece que alguien vio la forma en que yo me retiré del Palacio, que recogí a Olmedo que lo metí en la máquina, que me bajé, que cogí la otra máquina, relataban que eso lo había hecho; incluso decían que vistiendo camisa de color chocolate de manga corta, el gangster: Jesús González Carta, alias "El Extraño". Este era un gangster notorio durante la época de Grau y de Prío, individuo que ni siquiera estaba en Cuba en aquellos momentos y relataban todo lo que yo hice en mi retirada de Palacio. Lo pintaban como todo un héroe, decían: . Eso era parte del embuste para corroborar la mentira del gobierno acerca de quienes eran los asaltantes al Palacio. Esa camisita yo la doné al museo de la casa natal de José Antonio Echevarría, allá en Cárdenas y ellos en sus mentiras hacían mucho hincapié de que el gangster vestía esa camisita

Testimonio de Faure Chomón

Cuando recibimos noticias de la Sierra (Sierra Maestra)*, tomamos conciencia de que debemos actuar de inmediato y en gran escala. Pero en ese momento estamos revisando todos los hombres que deben participar en nuestra operación originaria de guerra total. Sobre todo, estamos investigando las nuevas incorporaciones pendientes de aprobar. José Antonio habla: . Entonces se acordó celebrar una reunión de jefes para citar a algunos recién incorporados, y plantearles los siguientes principios de nuestra organización: 1. Todo jefe debe ir al frente de sus hombres en cada operación que se le encomiende; 2. No aceptamos en la Organización a nadie que mantenga compromisos con Carlos Prío; 3.Queda prohibido todo contacto con conspiraciones militares; 4. No aceptar en la Organización a quien no venga avalado por una innegable práctica revolucionaria. Y se les hace saber que quien viole estas normas será separado inmediatamente en su participación de la operación y enjuiciado política y militarmente…. Nuestro afán de asimilar todas las fuerzas dispuestas a luchar contra la tiranía había permitido la aproximación inicial de esos elementos al DR. Sí bien la masa de combatientes de lo que sería la operación de apoyo estaba compuesta por gente sencilla del pueblo que no fallaría, en la medida que avanzaba nuestro sistema de comprobación detectábamos que el prestigio, firmeza, o simplemente la aptitud de los que aún quedaban para su jefatura, era sumamente deficientes, lo que ponía en peligro la ejecución de la operación de apoyo. Nos reunimos. Acordamos sustituir esa jefatura del grupo de apoyo. Designar a Wangüemert, quien seleccionaría sus oficiales. La dirección de la Organización trasmite sus decisiones a la Comisión Militar. Carlos Gutiérrez Menoyo está de acuerdo, pero alerta que ya en ese momento las sustituciones en la jefatura del grupo desencadenaría peligrosas indiscreciones entre los sustituidos. Propone dejar las cosas como están. Confía en que aunque sea una parte mínima del dispositivo funcionará…. .En una reunión final se concluye: Está asegurado el comando de ataque al Palacio, la operación de Radio Reloj y de la Universidad. No deben detenerse los planes para la operación. Es urgente desencadenar la insurrección armada en la Capital. Debemos correr todos los riesgos. Concluimos, además, en dejar como reserva a un numeroso grupo de magníficos compañeros de la organización. De inicio no los movilizaríamos, para evitar aglomeraciones en los alrededores de la Universidad que los pondrían en peligro y a los propios planes, ya que no contábamos con locales para acuartelarlos. Al tomarse la Universidad serían movilizados y quedarían a disposición directa de José Antonio; y si fallaba el plan insurreccional ellos podrían tomar nuestra bandera de combate para continuar la lucha. Horas antes de iniciarse la ejecución del plan me reúno con José Antonio. Le comunico la sugerencia de la Comisión Militar. Él la aprueba. Pero de inmediato toma una decisión que enseguida me comunica: Después que hable al pueblo por Radio Reloj y deje a un grupo de compañeros encargados de la Universidad, se trasladará a Palacio para ponerse al frente de la segunda operación. No tenía que buscar mi conformidad. La Comisión Militar creada para el 13 de Marzo, podía darle sugerencias, pero las órdenes las daba él. ¿Cómo discutir su decisión de ponerse al frente de la operación de apoyo en el ataque a Palacio? Me miró como interrogándome. Pero no era necesario. Él era el jefe. No recibía órdenes – aunque escuchaba cualquier sugerencia --: las daba. Nos abrazamos en silencio. No volví a verlo más. Al retirarnos de Palacio, poco después, y llegar a la Universidad, preguntamos por José Antonio. Había una gran confusión. ¿Herido? ¿Muerto? Planteé a quienes me informaron, ir a rescatarlo. Di la orden para que saliéramos a buscarlo. Se me aseguró entonces que estaba herido en una casa de los alrededores

Testimonio de Ángel Eros Sánchez

Nos empiezan a gritar que nos tenemos que retirar. Nos habíamos quedado solos y estaban matando a mucha gente. Cada uno empieza a salir de allí como puede. El problema era salir, salir afuera por la ametralladora instalada en la azotea, que fustigaba constantemente. Goicochea sale por detrás, se mete en una fuente que hay allí. A Menelao lo matan, hay distintas versiones. Yo salgo y me tiro debajo de la guagua, porque de la azotea estaban tirando fuerte. Ahí se me fue la pistola de la mano pero la recuperé. Salí entonces debajo de la guagua. Salí hacia un café o un bar que estaba como cerrado. Paré un taxi y encañoné al chofer. Le dije: Dale, dale rápido, el tipo le dio. La balacera era bestial. Una cosa increíble. A una cuadra más adelante, un policía detiene con la pistola en la mano el carro. Yo le digo al chofer que no pare, pero él para. El policía se va a meter dentro del carro, pero cuando me ve, le pregunta: ¿Está alquilado? Y el chofer le dice: Sí, sí. El policía blanco como la pared, se fue.

Testimonio de Manuel Gómez Santorio (El Americano)

Manolito me hace señas de que lo siga, voy detrás de él y de otro compañero que no me acuerdo el nombre. Salimos entre la guagua y el camión. Ellos cogieron para la derecha y yo para la izquierda, como cogiendo para Prado. Yo estoy detrás de la guagua. Sigo haciendo disparos para los pisos superiores y Manolito me dice que no dispare más porque voy a descubrir la posición. En eso arranca el ómnibus, atravesado entre la máquina y el camión, y prácticamente me van a dejar al descubierto, por lo que me agarro de los barrotes de la ventanilla. El ómnibus va hacia Prado por Colón. Miro y veo que viene avanzando por la misma dirección un grupo de soldados y un camión del que se tiran otros guardias. Inmediatamente pienso que no puedo seguir allí, porque voy hacia ellos y me van a tirar. Del ómnibus me desprendo y me dejo caer cerca del conten de la calle donde a poca distancia está el hotel Park View. Me parapeto detrás de una columna del portal para evitar los disparos provenientes del Palacio y también salgo de la línea de fuego de los que avanzaban por el portal de la calle Colón. Noto que tengo la camisa abierta. Parece que pierdo los botones al tirarme de barriga. Tengo la camisa y los zapatos manchados de sangre. Me quito ambas prendas y las dejo allí mismo. Veo una cerquita entre los dos edificios. Brinco y me dejo caer, y caigo en un patiecito interior del hotel.

Testimonio de Juan Gualberto Valdés Huergo, Berto

Bajamos las escaleras y me encuentro a Medinita sentado en uno de los escalones de abajo. Tenía un balazo en el pecho, pero un balazo que parecía producido por una ametralladora calibre 30, porque por la espalda se veía un boquete grande. Lo está atendiendo Pedro Ortiz y yo lo ayudo. Él nos dice: < Déjenme, váyanse, que aquí no se puede recoger a nadie: Esa es la orden que hay>. Estaba casi moribundo, muy mal herido. Recojo una pistola de un policía que está muerto. Había afuera un compañero que se llama Evelio Prieto, que dirigía a la gente que iba saliendo. Nos decía: No se tiren ahora. Esperen a que pase la ráfaga. Después de la ráfaga aprovechábamos y arrastrándonos salimos del último piso. Y así salimos con vida. Allí también vi a Machadito gritando por Juan Pedro, desesperado. Yo tuve la suerte de tirarme en el suelo y salir vivo, porque otros cayeron. Cogí para el parque de enfrente con mi Thompson. Lo que nos tiraban era mucho, porque ellos se habían hecho fuertes en la azotea. Nos pusimos detrás de unos carros y lo que caía encima del techo de esos autos era una granizada de plomo. Nosotros ripostamos, ripostamos corriendo. Yo salí con Machadito, Evelio Prieto y un compañero que se quedó en otro lugar. No nos parapetamos, todo eso lo hicimos corriendo, corriendo tirábamos y así cruzamos el parque. Machadito va con un tiro en una pierna y Evelio con uno en la cara que no le permitía hablar

Testimonio de Antonio Castell Valdés (Tony)

Estábamos dentro de un fuego cruzado. Me acordé entonces de Bellas Artes, que formaba parte de la segunda operación. Crucé el parque Zayas, que era muy descampado, no había una matica donde guarecerse. Las balas caían como lluvia alrededor de uno. Disparaban desde la azotea de Palacio. Me dirigí hacia Bellas Artes tratando de ganar distancia. Y me meto debajo de los carros que están parqueados, voy arrastrándome hasta la calle Zulueta. Allí me dirijo a la puerta del costado de Bellas Artes, pero la encuentro cerrada. Me doy cuenta que la operación de apoyo no funciona

Testimonio de Juan José Alfonso Zúñiga

El grupo de apoyo contaba con más de 100 hombres y con armas muchos más potentes tenía situado un camión desde horas tempranas del 13 de Marzo que tenía un letrero que decía: "Tintorería Daytona" que estaba situado en Morro y Colón, a menos de 100 metros de la puerta por donde nosotros entramos, y entre ellas contaba con 10 ametralladoras bípode calibre 30 que eran las que tenían que situar en las azoteas aledañas al Palacio para precisamente neutralizar la guarnición militar de la Azotea que eran unos 100 hombres, los cuales si tenían un armamento poderoso, calibres 30, calibres 50. Este grupo de apoyo además nos tenía que reforzar con hombres y parque, y se nos dijo que iba a venir y atravesaba la calle Zulueta como antes decía para reforzarnos. Como había pasado el tiempo y no había llegado un solo hombre de ese grupo de apoyo yo tenía esa preocupación y le dije al compañero Norberto Hernández que le decíamos " El sordo", digo: . Cuando intenté pasar por el patiecito y caminé uno o dos pasos de arriba de la azotea, me dispararon ráfagas que me pasaron por el lado, tuve que retroceder y entonces le dije: Así lo hicimos, atravesé el patiecito, salí por la arcada esa por donde se entraba al Palacio, y fui hasta la acera, claro el tiroteo era infernal no se me escucharía ni a dos pasos, entonces yo hacía señas levantando los brazos como diciendo que vinieran que no había problemas y miraba pa'alla pa' Bellas Artes y miraba pa' la calle Colón, en dirección a Prado. No vi a nadie, es decir el grupo de apoyo no apareció en ningún momento, estando en esa gestión alguien me hizo un disparo que la bala me pasó aullando cerca de la cabeza y chocó contra la pared de Palacio, rápidamente me dije esto debe ser un francotirador, déjame quitarme que en el próximo tiro me van a dar en la cabeza y entré nuevamente dentro de Palacio y allí me dedique a intercambiar disparos con los guardias del tercer piso y la guarnición de la azotea. ¿Qué pasó? Al no ser neutralizada la guarnición militar de la azotea, ésta desplazó parte del armamento para el tercer piso, y allí se hicieron fuertes, porque ellos dieron por perdida la planta baja y el segundo piso, que ya lo tenían dominado nuestros compañeros, y desde el tercer piso comenzaron a rechazar el ataque. Tenían mejor posición, la altura del tercer piso, combatiendo desde allí contra los compañeros nuestros del segundo piso, a los que llegó un momento que se les agotó el parque y de hecho fracasó la operación al no ser neutralizada esa guarnición militar. Estando en esa situación bajaron algunos compañeros, yo recuerdo entre otros a Wangüemert que tenía la cara manchada de sangre, parece que tenía heridas de cristales, a Luis Goicochea, que fue uno de los que subió junto con Carlos, y que llegó a entrar dentro del despacho de Batista según él me contó después, Goicochea estaba colorado como una manzana, sin embargo se le veía sereno. Entonces me dijeron que habían matado a Carlos, que habían matado a Castellanos (José Castellanos Valdés)* y que la operación se había perdido y que no habían podido ajusticiar a Batista. Que había que retirarse. En esa situación, bueno, yo salí, recuerdo una cosa que es imborrable, un compañero que quedó tendido en uno de los escalones por donde uno tenía que entrar allí al Palacio un compañero de Pinar del Río, de apellido Medinita (Gerardo Medina)*, que quedó boca arriba con los ojos muy abiertos, ya desde la primera vez que yo entré a Palacio tuve que saltar por encima de él, estaba muerto desde los primeros momentos. Al yo salir en retirada, el compañero Ricardo Olmedo Moreno, estaba tirado en el suelo allí en la arcada y me dijo: < Oye no me dejes aquí que estos hijos de puta me van a rematar en el suelo y yo no puedo siquiera pararme, no me dejes aquí >. Como ya yo me iba a retirar, pues me dispuse a ayudar al compañero, me acerque a él, me arrodillé y le dije: . Él se colgó por el pescuezo, y yo lo tomé con la mano izquierda, creo que por la cintura y apoyando el M3 como si fuera un bastón a duras penas pude pararme y salí casi arrastrando a aquel compañero abrazado a mí hasta la acera, cuando llegamos a la acera, él me dijo: . Y le dije: < Si carajo que buena idea>. Lo senté en el asiento delantero de la Máquina que tenía las cuatro puertas abiertas, cerré la puerta delantera, las traseras, le di la vuelta al carro y me senté al timón. En ese momento se acercó por la puerta trasera el compañero Faure Chomón, yo le noté que tenía la cara manchada de sangre. Cuando ya Faure se sienta en el asiento trasero y yo me dispongo a arrancar el carro para irme, ya que a Ricardo lo tenía sentado en la parte delantera, al lado mío a la derecha, veo que el carro no tenía puestas las llaves en el chucho y digo: . Ya habíamos sido detectados desde la azotea y ya nos estaban tirando, al extremo que yo veía como las balas picaban arriba del capó. Como si fuera un aguacero. Entonces Faure me dijo: < La máquina donde yo vine está en el medio de la calle detrás del camión>. Efectivamente, cuando fui pa'allá la máquina estaba igual que la anterior con las cuatro puertas abiertas, le entré por la izquierda, cerré la puerta delantera izquierda, la trasera, le di la vuelta al carro, cerré la puerta de atrás, me senté en el asiento del chofer y el auto tenía las llaves puestas, lo arranque de lo mejor y fui y lo aparqué a la misma altura a la izquierda del carro anterior donde estaban Faure y Ricardo Olmedo. Faure se pasó para el asiento trasero y a Ricardo Olmedo yo le grité que se dejara caer de la máquina por la parte izquierda, como yo tenía la puerta abierta, me acosté dentro del carro aguantándome con la mano izquierda del timón y con la mano derecha lo halé y lo ayudé a subir al carro. Lo senté junto a mí y arranqué velozmente por Colón en Dirección a Prado, pero cuando iba llegando a Prado, miré y de Prado en Dirección a Galeano, por Colón, había una cola de perseguidoras que parecía un collar, cuando eso las perseguidoras tenían dos colores, blanco y negro, o azul oscuro, parece que todas las perseguidoras de La Habana estaban allí, pero no pasaban de Prado para allá. Cuando vi todas aquellas perseguidoras, doy un frenazo enorme y doblé por Prado en dos ruedas, no me volqué milagrosamente, por poco me como los leones de hierro esos que están ahí en el Prado, bajé por Prado a una velocidad tremenda, mi intención era coger Malecón, pero Faure por el camino me dijo: < No, entra por San Lázaro, no vaya a ser que venga un refuerzo por Malecón>. Cuando llegué a Prado y San Lázaro, doblé a la izquierda y me encontré que la Policía tenía cerrado con vallas de madera la calle de San Lázaro y Prado, con la alta velocidad que llevaba choqué de frente con aquellas vallas que volaron por los aires hechas pedazos, seguí por San Lázaro, cuando caminé unas cuantas cuadras por San Lázaro me doy cuenta que el palo ese que sirve de soporte a las vallas, iba delante del carro y sobresalía por encima del capó la punta del madero, di un frenazo y, como el palo solo iba aguantado con la velocidad del carro, al frenar salió disparado dando tumbos y cuando vi que ya no tenía el obstáculo arranqué y continué velozmente camino de la Universidad. Seguimos para el Hospital Calixto García. En la entrada del Calixto, igual que en la Universidad, habían policías uniformados vestidos de azul como la Policía Nacional, y un policía con su fusil salió a pararme y prácticamente lo que hice fue acelerar el carro, porque era un Policía que me estaba amenazando con un arma y yo estaba un poco nervioso, porque esa sensación de derrota de huida, los nervios me empezaron a afectar y estaba un poco nervioso en esos momentos, lo que hice fue tirarle el carro pa'arriba al policía para pasarle por encima, afortunadamente, y me alegro que así haya sucedido, aquel hombre dio un salto descomunal hacia atrás y no le pasé por arriba, ya dentro del Calixto, por indicaciones de Faure que decía: , creo que fuimos para la clínica del Estudiante, pues según me contó Faure cuando había tiroteos por aquella zona la dirección del hospital situaba allí cirujanos y demás, fuimos hasta allí con el carro aquel, una cosa que causó estupefacción en los curiosos y el personal médico que allí se encontraban. Faure se bajó del carro con el M3 mío y habló que había un herido grave en la máquina. Él no se detuvo en el hospital, lo atravesó y continuó para la Universidad

Testimonio de Luís Goicochea

De los cuatro que habíamos llegado en el carro de la avanzada ahora estábamos tres solamente. Y además Luisito Wangüemert (Luis Gómez Wangüemert)*, bravo como un león. Al final del llegamos a la puerta de la antesala del despacho del aborrecido dictador Batista. Escuchábamos voces excitadas adentro. Gutiérrez gritó: . La respuesta fue un tiro de pistola que hizo saltar en añicos los cristales de la puerta. Carlos preparó una granada y la lanzó por el hueco de los cristales rotos. No estalló. Probó con otra y ocurrió lo mismo. Las granadas estaban defectuosas. La tercera igual. A la cuarta se sintió la explosión. Instantáneamente franqueamos la puerta de entrada disparando nuestras armas. En el suelo había dos hombres muertos. El despacho estaba vacío. Tratamos de hallar un pasadizo secreto que, según nos habían informado, unía al despacho de Batista con sus habitaciones del tercer piso. Imposible lograrlo. El tiempo se nos iba de las manos. ¿Cuantas horas habían pasado desde que Carlos Gutiérrez disparó los primeros tiros? ¿Cuántos minutos? Habíamos perdido la noción del tiempo. Éramos una máquina de pelea funcionando a todo tren". El otro grupo, integrado por asaltantes que desembarcaron del camión y que ya habían logrado llegar hasta el segundo piso después de los fieros combates en la planta baja, era más numeroso, al mando del cual marchaba Menelao Mora Morales que como un felino se movía a la misma velocidad de los más jóvenes, a pesar de sentirse con falta de aire por los agobiantes momentos vividos durante la transportación desde el cuartel general hasta el Palacio, encerrados en aquel furgón. Menelao era asmático. Lo acompañaban Carbó, Machadito, José Briñas, Adolfo Delgado, Pedro Esperón, Ubaldo Díaz, Abelardo Rodríguez y otros. Continuaba la incesante búsqueda del Tirano. Las balas rebotaban en las paredes y los pisos y los cristales caían al suelo hecho añicos. Abelardo y Ubaldo aparecían y desaparecían incesantemente de un local a otro, pero no lograban encontrarlo. El enemigo retrocedía ante el empuje, pero no estaba derrotado, se recuperaba de aquel audaz ataque de los revolucionarios. Esperón y Adolfo Delgado fueron los primeros del Grupo en caer mortalmente heridos destrozados por las balas enemigas. A Machadito una bala le atravesó un muslo de lado a lado provocándole una fuerte pérdida de sangre, pero él continuó en la pelea. La lucha se transforma en desesperada. Menelao, con un fuerte ataque de asma y herido mortalmente desfallecía sentado en el suelo. Briñas caía de un balazo en el pecho en los brazos de Carbó, quien lo llevó hasta al lado de Menelao, y él lo atendió, a pesar de su estado, pero Briñas moría inmediatamente. Carlos impaciente tomó escaleras arriba y se asomó cautelosamente al tercer piso mientras exhortaba nuevamente a los combatientes: . Machadito que había hecho un recuento de la situación y se daba cuenta de las fuertes bajas sufridas le dijo: . Carlos comprendió y acompañado de Pepe Castellanos se dirigieron por el pasillo rumbo a la otra escalera, la que unía la planta baja, o primer piso, con el segundo piso, para desde allí llamar a los compañeros que permanecían en la planta baja, Carbó se percató del error y les gritó para que se detuvieran, pues allí mismo habían matado a Briñas hacia breves momentos, pero fue tarde, los soldados parapetados en el tercer piso los acribillaron por el hueco de la escalera, Carlos y Pepe se desplomaron ya sin vida. El Héroe de Normandía y del Palacio Presidencial caía mortalmente herido en los brazos de Carbó, quien con un profundo dolor reflejado en su rostro lo veía morir en un instante, mientras las últimas palabras del héroe eran frases de indignación.

Testimonio de Juan José Alfonso Zúñiga

El camión tenía que quedar junto a la acera detrás del carro de Carlos Gutiérrez Menoyo, pero lo interfiere una ruta 14 de las que pasaban por allí, se le mete por la derecha, y el camión queda prácticamente en el medio de la calle a unos 40 o 50 metros, quizás hasta menos, del lugar donde pernoctaban los escoltas del General Batista dentro del parqueo. Hombres escogidos, excelentes tirados y fieles a El General. Los escoltas reaccionaron de inmediato cuando sintieron las ráfagas de Carlos Gutiérrez y le empiezan a tirar a la guagua y al camión y resultan varios compañeros heridos dentro del camión y al bajarse del mismo, entre ellos precisamente Juan Pedro Carbó que era uno de los cuatro que tenían que neutralizar a los escoltas del parqueo. A él le tumbaron los espejuelos, le tumbaron la ametralladora de la mano y las ráfagas de ametralladoras le dejaron rozaduras en el rostro. Ya ese fue un contratiempo, fue una cuestión imprevista pero además creó confusión, porque al bajarnos del camión, en lugar de ver la entrada de Palacio por donde teníamos que entrar encontrábamos la guagua y entonces hubo varios de los asaltantes, seis o siete compañeros, que se apostaron detrás de la guagua y empezaron a tirar pa'arriba, intercambiando disparos con la gente de la azotea, cuando en realidad ellos no tenían que detenerse en aquel lugar porque eran blancos fáciles de los tirados de la azotea. El tiempo que yo demoré en bajarme, yo no era de los primeros en bajarse, me parecieron horas aunque deben haber sido minutos. Los primeros en bajarse eran los que se encargarían de neutralizar los escoltas del parqueo, después los que tenían que subir hacia los pisos superiores y como yo iba para la planta baja, era uno de los últimos que le tocaba bajarse del camión. Cuando me voy a bajar, el camión tenía una sola puerta de salida en la parte de atrás, ya había un compañero herido que estaba sentado en la cama del camión, yo le decía: . Miré y el hombre echaba sangre a borbotones por el pecho, parece que tenía un tiro que le había afectado una arteria, no me quedó más remedio que saltar por arriba de aquel hombre para la calle. Yo no esperé el orden y me bajé del camión y miro para el grupo aquel donde ya habían muertos y heridos, pero observo que se puede entrar a Palacio y les digo vamos a entrar que aquí nos estamos exponiendo al fuego de arriba, y salgo corriendo a cumplir mi misión que era neutralizar el buró de prensa que era una ventana que daba para la calle Colón a la derecha de la puerta de entrada. Los compañeros que estaban detrás de la guagua corrieron y entraron a Palacio. Carlos y sus compañeros ya habían subido para el segundo piso. Después que yo cumplo mi misión que le disparo una ráfaga completa de balas por la ventana al buró de prensa, me uno al grupo mío. Los asaltantes de la planta baja estábamos divididos en dos grupos: una parte tenía que tomar a la izquierda y el otro a la derecha, porque dentro de Palacio hay como un patiecito. El grupo de la izquierda tenía entre sus misiones específicas volar la planta eléctrica, que no lo hicieron, para que los batistianos tuvieran que moverse por las escaleras y no utilizar los ascensores. Este grupo tenía que converger con el otro grupo, al que yo pertenecía, en la puerta del fondo. La puerta del fondo era lo que es hoy la entrada del Museo que da para la Avenida de las Misiones, que en aquella época la tenían clausurada, sólo la abrían en casos muy excepcionales. Cuando ambos grupos convergiéramos en la parte de atrás, la planta baja estaría en nuestro poder.
Esa era la misión fundamental del grupo de la planta baja. Yo iba en el grupo del ala derecha, era el segundo al mando en ese grupo, el jefe era el compañero Orlando Manrique que no llegó a entrar a Palacio, porque al bajarse del camión lo hirieron en una mano, le tumbaron el arma, no entró a Palacio y tuve que asumir el mando. ¿Que pasó? Después que yo cumplí la misión primera de ametrallar el buró de prensa, comenzamos a intercambiar disparos con los defensores del Palacio. Ya había transcurrido algún tiempo y los soldados de la guarnición dentro del Palacio Presidencial habían reaccionado y situado una ametralladora calibre 30 bípode, en una puerta que da para el patiecito aquel. Esa ametralladora, que la servían dos soldados desde la posición de tendido, desde el suelo, batía para la puerta de entrada. Otro compañero y yo tuvimos que parapetarnos, se llamaba Adolfo (Adolfo Delgado Rodríguez)*, yo le decía Adolfito, nos tuvimos que refugiar detrás de la pared esa que está cuando uno entra que sube la escalera hacia el segundo piso, porque la ametralladora aquella dominaba por completo la puerta y en esos momentos si que no podía entrar nadie a Palacio, porque tenían el dominio completo y eran unas ráfagas seguidas, la ametralladora estaba dotada de una cinta de 250 balas y era un fuego rasante que el que intentara entrar en los momentos aquellos a Palacio la ametralladora lo cortaba en dos. Adolfito y yo decidimos lanzarle una granada a aquella ametralladora, pero había que esperar que acabara de tirar porque si nos asomábamos nos picaba en dos, esperamos que la ametralladora hiciera una pausa por alguna interrupción, bien por alguna bala mala, bien porque la cinta se hubiese acabado y cuando dejó de tirar Adolfo, que ya tenía la granada en la mano sin el seguro, trató de asomarse a la puerta y no se de que forma torpemente choqué con él y le tumbé la granada de la mano que me cayó en los pies, me agaché la recogí y la lance para el patio y explotó, pero no nos hirió a ninguno de los dos. De nuevo la ametralladora comenzó a disparar y las balas daban en las paredes, rebotaban y era posible que nos hirieran de rebote, eran unas ráfagas tremendas, tuvimos que esperar nuevamente que cesara el fuego y le dije a Adolfito: <¡Déjame a mi!> y cuando paró y dejó de tirar por un momentico, me asomé a la puerta y le lancé la granada con tan buena suerte que explotó donde mismo estaba la ametralladora, digo con tan buena suerte porque era la primera granada que yo lanzaba en mi vida y no la lancé como se tiran las granadas en forma parabólica sino sencillamente la pichiée para allá, se volcó la ametralladora y se veía una de las piernas de los soldados que la servían tirado en el suelo, no era el momento de ir a averiguar si estaba muerto o herido, el problema es que teníamos que cumplir nuestra misión y quedó neutralizada esa ametralladora y así transcurrió el combate”…. Los asaltantes irrumpieron como un torrente que desborda un dique a la segunda planta, subiendo por la escalera que daba acceso a la misma. En el segundo piso avanzaron divididos en dos grupos. Hacia el ala izquierda se dirigieron Carlos Gutiérrez Menoyo, Pepe Wangüemert, Luís Almeida, Pepe Castellanos y Luís Goicochea, quienes habiendo tomado por un estrecho pasillo se dirigían en dirección a la esquina sudeste del Palacio. Estaban perdidos, el plano de que disponían no coincidía con la realidad, una puerta no señalada les interrumpía el paso de acceso a la oficina de Batista, dispararon contra la cerradura, la abrieron de un puntapié, era la cocina y a su lado estaba el espacioso comedor del Tirano, donde tres sirvientes temblaban en un rincón, muertos de miedo, con los brazos en alto. Sobre la mesa dos tasas de café acabadas de usar delataban la presencia de Batista en el lugar hacía pocos momentos. El primer impulso de Goicochea fue liquidar a los sirvientes, estaba muy excitado y los encañonó, pero Carlos al percatarse de lo que sucedía le gritó: < No le tires>. Los sirvientes en su respuesta corroboraban lo que ellos supusieron al entrar al comedor: < Hace un rato nada más que el General Batista terminó de almorzar>, respondieron. Cachearon a los sirvientes, Goicochea se subió a la mesa del comedor y se ubicó junto a la ventana y miró hacia la calle Colón, que le quedaba justo debajo de su mirada. El combate continuaba ensordecedor en la entrada del Palacio, los soldados de la guarnición desde la azotea arrasaban a los que aun no habían podido penetrar a las instalaciones. La Operación de Apoyo no había entrado en acción.

Testimonio de Osvaldo Antonio Castell Valdés (Tony)

Los primeros en bajarse del camión fuimos Machadito (José Machado Rodríguez)*, Carbó (Juan Pedro Carbó Serviá)* y el que les habla. Detrás venía Leoncito Llera (Reinaldo León Llera)*. Después no puedo precisar quiénes se tiraron. Me dirigí hacia el parqueo, ya en medio del tiroteo. Me puse detrás de un Cadillac, enseguida llegó Carlos Alfaro. Éramos cuatro los que teníamos que garantizar el parqueo. La escolta de Batista se refugió en la Iglesia del Ángel, que nos quedaba casi enfrente. Empezamos a combatir contra los que se habían refugiado en la iglesia, porque ellos nos tiraban desde las ventanas del templo. En el parqueo estuvimos combatiendo, ripostando, no puedo decir cuanto tiempo, pero fue más de 10 minutos. En una acción como ésta, uno, por mucho que quiera, no puede precisar lo que está ocurriendo alrededor. Eso es imposible. Sí recuerdo que Leoncito cayó de bruces contra el pavimento. También a Panizo (Eduardo Panizo Busto)*, sentado a la entrada de Palacio, que tenía un tiro en el estómago y yo no le veía sangre, sino una cosa como bilis. Esas cosas si las recuerdo perfectamente. Yo lo miré, pero en aquel momento no podía hacer nada, no podía ayudarlo

Asalto a Palacio. Testimonio de varios combatientes

Carlos Gutiérrez Menoyo fue el primero en entrar en combate, y ya situado en el medio de la arcada de la puerta de la calle Colón a donde llegó en un movimiento tan rápido que no fue visto por ninguno de los guardianes, cuya sorpresa fue tal que supieron de Carlos cuando ya él los fusilaba con el fuego de su ametralladora. , describió Chomón aquella escena. A Carlos se le unieron en facción de segundos Pepe Castellanos, Luís Almeida y Luís Goicochea disparando sus ametralladoras y los cuatro entraron por al verja abierta que sería la brecha victoriosa que les abriera las puertas del Palacio, marchaban impetuosamente en zafarrancho de combate, entonando el canto mortal del tableteo de sus ametralladoras. El primer y más importante objetivo táctico del Asalto a Palacio había sido logrado por Carlos, eliminar los guardias de la verja de entrada al recinto por la calle Colón, sin que la pudiesen cerrar. Faure Chomón, Luis Gómez Wangüemert, Abelardo Rodríguez Mederos y Ubaldo Díaz Fuentes, se lanzaron del automóvil que los transportó, y tras Carlos, avanzaron hacia la puerta donde él ya combatía con los guardias, justo a tiempo, pues fulminaron con certeros disparos a dos soldados que disparaban a Carlos y sus compañeros, situados detrás de ellos. Chomón llegaba ya a la arcada mientras sentía a Wangüemert a su lado y dio un salto para tratar de agarrar la verja y tomar impulso hacia el interior detrás de Carlos, pero fue lanzado por el aire por una ráfaga de ametralladora que le produjo heridas en un brazo y la cadera, le arrancó el M3 de sus manos y el cinturón de seguridad donde portaba 4 granadas. De suerte para él, el cinturón le salvó la vida al servirle de coraza cuando la ráfaga de balas le hizo blanco a la altura de su cintura.


Fuentes: Faure Chomón. El Asalto al Palacio Presidencial. Sección de Impresión. Capitolio Nacional. La Habana, 1960. Mirian Zito. Asalto. Editorial Abril. La Habana, 1988. Ramón Pérez Cabrera. De Palacio Hasta Las Villas. Editorial Nuestra América. Buenos Aires, Argentina, 2007. Mario Mencía. Cumplir el compromiso con el pueblo. Revista Bohemia. 25 de marzo de 1977. Compilador Ramón Pérez Cabrera, Arístides. *Notas del compilador.

El 13 de marzo. Carlos Figueredo (El Chino)


Por Carlos Figueredo Rosales (El Chino)

En la mañana del 12 de marzo de 1957 Joe (Joe Westbrook)* me llamó por teléfono al Monseigneur (restaurante El Monseñor)* para decirme que a las 3 de la tarde debía sentarme en el sillón de limpiabotas situado en el portal de un café bar que habitualmente frecuentábamos, ubicado detrás de la Facultad de Medicina, y que llevara puesta ropa "dura" y, especialmente, los botines de hebilla al lado…. A las 2:50 me encontraba en el lugar indicado, y enseguida llegó Enrique Rodríguez Loeches -- a quien había visto varias veces -- preguntándome si yo era primo de Joe. Le pedí permiso al limpiabo¬tas para levantarme del sillón aunque aún le faltaba por brillar uno de los zapatos. Pero Enrique me planteó que terminara pues no estaba apurado. Luego fuimos en auto hasta un apartamento de la calle 19, en El Vedado. Prácticamente no conversamos en el trayecto; sólo me informó que yo conocía a casi todos los que se hallaban allí, además de Joe. Al entrar vi, entre otros, a José Antonio Echeverría, Fructuo¬so Rodríguez, Julio García Oliveras y Joe. Me quedé con ellos mientras José Antonio les impartía instrucciones. Se veían algunas armas personales en la sala-comedor, y en el cuarto un compañero durmiendo y dos más revisando unas armas largas recos¬tadas a la cama. La tarde la pasé sin hacer nada y a eso de las 7 trajeron bocaditos. José Antonio comía mientras caminaba de un lado para otro y dictaba la confección de algunos documentos. Imagino que sobre la alocución que más tarde haría por los micrófonos de la estación Radio Reloj. Se interrumpía a interva¬los para leerle párrafos a Fructuoso, Julio, Joe…. Su testamento político parece que ya lo había redactado. En él explicaba la necesidad de combatir dada la situación del país y que, con indepen¬dencia de su éxito, nos adelantaría en la senda del triunfo en cuya consecución era decisiva la participación del pueblo. Por su educa¬ción religiosa al final se encomendaba a Dios¬. Muy tarde en la noche Joe me comunicó que se asaltaría el Palacio Presidencial para eliminar a Batista, y que varios grupos armados se escondían en diferentes sitios. No precisó el armamento, pero me dijo que contábamos con ametralladoras de mano y granadas y que mi misión consistía en manejar el auto donde iría El Gordo, como le llamaban a José Antonio sus compañeros más allegados. Le pregunté a Joe por el arma que yo llevaría, pues le había dado mi pistola a Héctor (Héctor Rosales)* ya que, por estar clandestino, le hacía más falta. Me dio una Colt 45 propiedad de José Briñas, Cheo, quien la utilizó en la operación del rescate de Ubaldo Díaz Fuentes, Adolfo Delgado y Daniel Martín Labrandero ejecutada por el Directorio en el Castillo del Prínci¬pe, unas semanas antes…. Lamentablemente, Daniel se lesionó ambas piernas al saltar un muro alto y no pudo continuar la fuga. Murió combatiendo…. A través de Joe, Cheo me deseó suerte y me orientó que tuviera cuidado con el arma porque su gatillo era muy celoso y se disparaba fácilmente. Después de darme la pistola, Joe se recostó en la cama donde nos sentamos y dijo mirando al techo: “Vamos a morir por una causa justa; una causa justa y necesaria. No se puede ver, sin llamar a la conciencia, los horrores que se cometen. No solamente se abusa del pueblo, sumido en la miseria, sino que se le mata por rebelarse. Ya no se puede hablar, ni estudiar, ni trabajar en paz. La dictadura trata de silenciar las voces que reclaman justicia y no permite que cada cual elija su destino. Un grupo de bribones se ha apoderado de la nación y quiere perpetuarse en el poder para seguir robando. El sistema no responde a los intereses del pueblo sino a los intereses del gobierno, por gobernar”. Me quedé pensando. No había conjugado el pensamiento muerte. La realidad se ofrecía ahora en una forma más categórica. Pen¬sé si morir valía la pena. Intenté atenuar la imagen de mi muerte con otras que siempre me atormentaron: la del amigo que patinaba con una capa de agua vieja y rota como única vestimenta por carecer de ropa; la de aquella señora que vendía empanadillas en el central "Estrada Palma" a fin de mal alimentar a sus pequeños hijos; la del soldado analfabeto que manejaba el lujoso auto del jefe; la del negrito que acostumbraba a detenerse ante la vidriera de la cafetería La Mía para ver los jamones que no podía disfrutar; la de Angelito, el hijo de Angelina, atendido solamente en el batey del Congrí por un curandero que le sacaba del abdomen hinchado un líquido amarillento que su madre tiraba al río murmurando la misma oración del día que lo enterra¬ron; la del improvisado juguete de botellas que imitaban una yunta de bueyes para unos niños sin zapatos; y mosquitos impertinentes que dejaban la piel llena de pústulas que confundían la sangre con el barro... De repente sentí frío y empecé a temblar. Oí la voz de mi primo: < ¿Acaso tienes miedo?> . Nos quedamos en silencio unos minutos. Volví a escuchar a Joe:

Julio (Julio García Oliveras)* regresó luego de precisar ciertos detalles de la operación en otros sitios. No sé cómo se las arreglaba para pasar inadvertido en la clandestinidad con sus 6 pies y 5 pulgadas de estatura. De carácter sobrio a simple vista, se desenvolvía con el aplomo y la soltura de un jefe. Primero habló mucho rato con José Antonio, quien le dio a revisar su testamento, y después me planteó que nos íbamos juntos. Sin despedirme me fui con él. Al salir me entregó las llaves de un Ford del 56 indicándome que fuera tras él. Le pregunté a dónde íbamos y se limitó a decir que lo siguiera. Como no estaba acostumbrado a manejarlo, me costaba trabajo cambiar las velocidades. Hubo un instante en que Julio acercó su auto al mío y me llamó la atención porque "rayé" la primera. Le dije que se trababa al embragar. Se llevó las manos a la cabeza, en gesto de desaprobación. Me preocupó perder la misión y tal vez la posibilidad de partici¬par en la operación. Julio dio varias vueltas, no sé si para confundirme, lo que es lógico en la actividad conspirativa, o para confundir a los que nos siguieran. Al fin llegamos a un apartamento que más bien parecía un sótano por su nivel en relación con la calle. Allí había muchos compañeros. Me informaron que no se podía fumar más de uno a la vez, que no estaba permitido asomarse a las venta¬nas a no ser Julio o quien dejara en su lugar, que únicamente se descargaba el tanque del inodoro cada hora, que hablara lo menos posible y en voz baja y que no encendiera las luces. Por supuesto, se prohibía salir bajo ningún pretexto. Además, me dijeron que debía acostarme donde pudiera, y dormir. Muy avanzada la madrugada vi que Julio revisaba en la cocina unas armas, entre las que me llamaron la atención los fusiles Johnson, barrigones, del 3006. Sabía de su efectividad y lamenté no utilizar uno de ellos en la operación. Me acerqué y, pasando la mano por uno de ellos, le pregunté a Julio si podía ayudar. Respondió secamente: . Me acomodé como pude al borde de una de las camitas que había en un cuarto. En la misma estaban malamente acomodados dos. La mayoría dormía en el piso. Tardé poco en quedarme profundamente dormido, quizás por la tensión que había pasado. “Dulce Jesús de mi vida...”

Desperté por el movimiento y el cuchicheo de los compañe¬ros. Alguien me llevó café a la cama, cosa que no dejó de sorprenderme. Pensé que era un estilo o un acto habitual de camaradería. Me indicó que Julio se reuniría con nosotros en la sala-comedor para explicarnos el plan: Un grupo, dirigido por Carlos Gutiérrez Menoyo, Faure Chomón y Menelao Mora, asaltaría el Palacio Presidencial. Llegarían en dos autos y un camión cerrado hasta la puerta principal y la franquearían por sorpresa. Después, subirían al segundo piso y harían prisionero a Batista o lo ajusticiarían si esto no era factible. Otro grupo, que saldría de Guanabacoa, tomaría los edificios aledaños más altos para disparar contra la guarnición emplazada en la azotea de Palacio e impedir que sus integrantes participa¬ran en el combate o les tiraran a los asaltantes cuando se movieran por los pasillos, así como para darle cobertura a la evacuación de heridos. El tercer grupo, que estaría en Prado y recibiría las armas allí, no permitiría el arribo de un posible refuerzo desde el regimiento de Columbia o desde las fortalezas de la Punta y la Cabaña. Simultáneamente con el asalto al Palacio Presidencial se ocuparía Radio Reloj, para que José Antonio Echeverría, la figura más importante del movimiento y jefe del levantamiento, se dirigiera al pueblo. A fin de cumplir esta parte del plan, un comando se trasladaría en tres autos a la emisora. José Antonio iría en el del centro. Al llegar a Radio Reloj, las dotaciones de los autos, integra¬das cada una por cinco compañeros armados con pistolas y subame¬tralladoras, tomarían sus accesos para que ninguna fuerza represiva evitara la acción del comando. José Antonio explicaría el sentido del asalto a Palacio, informaría la muerte del tirano, citaría al pueblo para la Universidad de La Habana, donde se le entregarían armas (al pueblo)* con vistas a atacar las unidades de policía, y convocaría a una huelga general. Terminada la alocución, el comando saldría por la calle M hasta doblar por Jovellar para entrar a la universidad por la puerta principal de los autos. Desde el inicio de la operación la Universidad estaría ocupada por un grupo que acudiría en dos autos -- uno de ellos, el Chevrolet 52, convertible, de mi propiedad -- con las armas que se repartirían a las personas del pueblo que se nos sumaran. Además tenían la misión de neutralizar a la Policía de ese centro. La alternativa, de no ser posible el asalto a Palacio o si Batista lograba huir, era tomar el cuartel de San Ambrosio para entregarle las armas al pueblo. Se precisaron los nombres de los jefes de grupo y sus integrantes, así como la función de todos. Luego nos dieron el armamento y Julio conversó con cada uno pidiendo repetir, en muchos casos, la misión a cumplir. No se nos dio de comer ese día para tener limpios los intestinos por si nos herían y se nos podía curar. En varias ocasiones se declaró el estado de alerta para comenzar la operación, hasta que Julio me orientó acompañarlo para recoger a José Antonio, Fructuoso y Joe. Entramos un momento en el apartamento de la calle 19. Joe fue muy efusivo conmigo. Los sentí muy relajados aunque con una gran concentración. Más bien creo que estaban alegres….. Salí con Julio, monté en el auto y lo puse en marcha. En el asiento trasero vi a Otto Hernández, un joven con espejuelos que había conocido la noche anterior. Tenía en la mano una subame¬tralladora Stein inglesa. Inmediatamente después subieron José Antonio, Joe y Fructuoso. Joe llevaba una carabina semiautomática M-1 pegada al cuerpo; y José Antonio y Fructuoso, las pistolas Máuser en la mano. Las otras dotaciones de los autos montaron en ellos con naturalidad, pero rápidamente. Las armas no las llevaban escondidas sin embargo las portaban con discreción. Los pocos transeúntes que encontramos nos miraban extrañados. Según me indicaron en el auto, salí despacio. Todos estaban en silencio. Casi al doblar en la calle 21 rumbo a M, un individuo me informó cortésmente desde un auto que llevaba una goma ponchada. No hubo comentarios en el auto por lo que sobreentendí que lo dejaban a mi decisión. Calculé que la distancia que me quedaba era poca. Puse la segunda para lograr más fuerza y así llegamos ante la puerta del edificio de CMQ, pues Radio Reloj estaba en uno de sus pisos superiores. No sabía entonces que allí se hallaban El Moro Assef y Pedro Martínez Brito, quienes habían bajado del primer auto un momento antes. Los locutores de la emisora a esa hora: Floreal Chomón, Jorge Martin y Reinerio Flores, conocían la operación y esperaban para ayudar. José Antonio, Fructuoso y Joe se bajaron con las armas en la mano. Una señora gritó desde un balcón del edificio de enfrente: ¡Ay, Dios mío, los estudiantes con ametralladoras! Sin hacerle caso los combatientes entraron al lugar. No apagué el motor para garantizar una salida sin dificulta¬des. Incluso, mantuve la primera velocidad, el pie izquierdo en el embrague y el motor acelerado con el calcañal del pie derecho mientras con la planta, pisaba el freno. Desde esta posición traté de ver la goma delantera izquierda y me di cuenta de que realmente estaba algo baja de aire. Concluí que podría avanzar si aprovechaba la potencia del motor pues la distancia por recorrer no excedía el medio kilómetro. Otto comentó que ellos ya debían estar arriba. No teníamos radio en el auto, así que no oiríamos la alocución. Le dije que no olvidara a la mujer que gritó desde el balcón. Sacó la cabeza y me planteó que varias personas se encontra¬ban en los balcones del edificio. Le pedí que se fijara en un hombre vestido con guayabera blanca y zapatos de dos tonos que estaba en la acera opuesta. Miré hacia el auto de retaguardia y vi a Mario Reguera, con una pistola, y a Julio, con una subametralladora, impidiendo el paso de los vehículos. En aquel momento un sargento del ejército, negro, muy alto y armado, caminaba por allí confundiéndose entre los peatones. En la acera opuesta se hallaban mi primo Héctor y Antonio Guevara, y, ante el timón del auto, Juan Nuiry. Después miré hacia el auto de vanguardia, aparcado a la derecha y a unos 5 metros de la esquina, en el instante en que un policía se le acercaba para hablar con sus ocupantes. Enseguida hizo un gesto de aprobación y se situó en la esquina. No entendí lo que pasaba, ya que él debía haber visto las armas que seguramente tenían sobre las piernas Enrique Rodríguez Loeches, Humberto Castelló y Aestor Bombino, quienes, junto a Pedro Martínez Brito y El Moro Assef, integraban la dotación de ese auto. De repente escuchamos unos disparos en los pisos superiores de CMQ. Otto exclamó: < ¡Ya empezó esto!> Un guarda jurado, sin sacar el arma, comenzó a cerrar las puertas de cristal que daban acceso al edificio. Instintivamente apunté a su cuerpo, pero reflexioné de inmediato que no debía herir a nadie por gusto y, corriendo las miras, disparé dos veces hacia la parte alta del cristal. El individuo se lanzó aparatosamente al suelo cubrién¬dose la cabeza con las dos manos. Al fijarme en la posición de la vanguardia, vi a Enrique en medio de la calle M con la carabina M 1 cruzada sobre el pecho y mirando en dirección a L. En tanto el policía que se había acercado al auto un rato antes caminaba hacia él, que estaba de espaldas, y empezaba a sacar el revólver... Apoyé la pistola en el descanso de la ventanilla, de una manera muy incómoda ya que me quedaba a la izquierda y yo soy derecho, y cuadrando las miras le disparé. Cayó al suelo. Enrique se viró extrañado, pues la distancia entre nosotros era de unos 40 metros y él no sabía quién había tirado. Rápidamente empujó el arma del policía con el pie y la recogió, mientras éste le suplicaba con un gesto que no se la quitara. Busqué con la vista al sargento del ejército confundido entre la gente y alerté a Otto, pero me dijo que no aparecía por ninguna parte. En ese momento salieron Joe, Fructuoso y José Antonio, quienes desarmaron al guarda jurado y al sargento del ejército que tanto me había preocupado. Fructuoso se sentó a mi lado y José Antonio junto a la ventanilla, en tanto Joe lo hacía en el asiento trasero. Saqué el auto muy acelerado, pero paré cuando me gritaron que El Moro Assef se sumaba a nosotros. Reinicié la marcha y sentí que el timón tiraba a la izquierda. Recordé que estaba bajo de aire y compensé el vehículo tirando en dirección contraria. Sabía que la potencia del motor daba para llegar a la Universidad con la llanta sin aire. Todavía en la calle M escuchamos varios disparos detrás de nosotros. Era Héctor disparándole al policía tendido en el suelo junto a un poste de la luz porque pensaba que se encontraba parapetado y podía disparar. Hice fuego dos veces, pero me conminaron a concentrarme en el timón. Al llegar a Jovellar hallé el tráfico muy complicado pues los autos se detenían y zigzagueaban, imaginé que por el tiroteo. Vi que el auto de vanguardia seguía por M y no por Jovellar, como me habían indicado. Me ordenaron continuar por Jovellar. Al doblar, me fijé en que el auto de retaguardia doblaba por 25. Me di cuenta que me quedaba sin escolta. Al pasar L, muy congestionada por ómnibus y automóviles, los que iban en las ventanillas de nuestro auto empezaron a disparar y a gritar: < ¡Viva el Directorio! ¡Viva la revolución!> Desembocamos en Jovellar. A la izquierda teníamos la univer¬sidad. El control del vehículo se me hacía difícil por el estado de excitación de los compañeros y la complejidad del tráfico. Además, el auto se bamboleaba y debía compensarlo con la fuerza del motor. A una distancia de 100 metros vi avanzar hacia nosotros a un auto patrullero con la sirena sonando y los intermitentes del techo encendidos. Casi venía por la senda del centro, la misma por donde íbamos. Calculé que no era prudente darle el flanco porque habíamos pasado la calle disparando y ellos podrían haberse percatado, por lo que a unos 20 metros apliqué los frenos. El auto tiró ligeramente a la izquierda, como debía ser, y se produjo el choque casi de frente. Tomé la pistola de mis piernas e hice fuego dos veces al parabrisas del patrullero tratando de neutralizar al chofer y al tripulante de su derecha. Entre el impacto del choque y mis disparos oí un tableteo de ametralladora y vi saltar los cristales del parabrisas. Prácticamente vi venir los plomos. Sentí un golpe en la cabeza y me sentí atontado. Reaccioné cuando Fructuo¬so me pegó muy fuerte en el muslo gritándome: < ¡Al suelo, coño!> Saliendo del auto miré a José Antonio que corría hacia el patrullero, en tanto el policía del asiento trasero nos tiraba desde la ventanilla. Me sentí impactado en la pierna derecha. José Antonio disparó al interior del auto patrullero, y una ráfaga de ametralladora le contestó cruzándole el pecho y la cara. Me di cuenta que estaba sin municiones y fui hacia el poste de hierro donde Joe estaba parapetado sin disparar su M 1. Le grité que tirara, pero me dijo que tenía miedo darle al Gordo. Se impre¬sionó mucho al ver a José Antonio derribado. Un policía nos hacía fuego desde detrás del auto patrullero. Al sentir otro impacto, en esta ocasión en el pie derecho, metí el dedo en el disparador de la carabina de Joe y comencé a accionar el gatillo y disparar. Al segundo disparo me retiró el arma, cuando Fructuoso ordenó: < ¡Para la colina!> Fui adonde estaba Fructuoso, quien me empujó en dirección a la escalinata de la universidad. Avancé unos pasos y me volví. A lo lejos vi el cadáver de José Antonio. Tirado en el suelo, sobre su lado derecho, parecía que descansaba...

Arrastrando la pierna herida miré a mi alrededor buscando a alguien que me ayudara a subir la larga y ancha escalinata…. Al llegar arriba Héctor acudió en mi auxilio. Ya se encontraban allí los integrantes de los otros dos autos que tomaban posiciones según las indicaciones de Julio. Me enteré entonces que Armando Hernández, auxiliado por Lorenzo Morera, un compañero de Reynaldo León Llera -- asaltante del Palacio Presidencial --, había tomado la Universidad simultáneamente con esta acción y la ocupación de Radio Reloj…. A fin de establecer una defensa circular, tomamos las mejores posiciones en los lugares donde nos ubicaron. Héctor y Joe me ayudaron a vendarme las heridas. Las balas no me interesaron ningún hueso. La que me dio en el pie se fragmen¬tó en el poste. Podía apreciar las partículas de plomo entre la sangre ya coagulada. Y la hemorragia de la herida de la pierna, terminó conteniéndose con el vendaje. Julio, Castelló y Nuiry trataron de romper la enorme puerta de caoba del decanato con la culata de sus fusiles, pero al hacer añicos una de ellas lo intentaron por otros medios hasta que lograron pasar y tomar posición en la azotea. Héctor emplazó una ametralladora calibre 30 en la escalina¬ta, desde donde comenzó a disparar sobre algunos autos patrulle¬ros que transitaban por Infanta hacia Palacio, entrando por San Lázaro. Estaba eufórico. Sin quitar la vista de las miras me dijo: < ¡Les hago fuego y no presentan combate, huyen como unos cobardes!> Ocupé mi posición, que consistía en cubrir el ala derecha de la Universidad y neutralizar los disparos que recibiéramos desde los edificios aledaños. Vi a algunos civiles desarmados; no obstante, tiré a discreción para que se marcharan. Le adosé el culatín a la pistola Star de ráfaga que había tomado al llegar al centro y la convertí en una pistola ametralladora. De ahí en ade¬lante le dispararía a todo lo que se asomara por allí. Coloqué los peines de 32 tiros de tal forma que me fuera cómodo utilizarlos según se me agotaran. Estaba seguro de que iba a ser un sitio largo y quería lograr el mayor número de bajas del enemigo, antes de que me mataran. Oía el fusil Johnson de Julio tirando en dirección a la Avenida de los Presidentes desde la azotea de la Facultad de Arquitectura. Él había ordenado disparar sobre los puntos más usados por la policía en otros combates, como la calzada de Rancho Boyeros e Infanta, con la idea de estar a la ofensiva poniendo a raya a la policía de cualquier intento de concentración y así mantener el territorio universitario dominado hasta recibir el refuerzo que vendría una vez tomado el Palacio Presidencial…. A lo lejos escuché el grave tableteo de la calibre 50... Julio había comentado que eso no le gustaba nada porque, si bien nuestros combatientes llevaban una, no disponían de tanto parque….

Un rato después llegó Faure (Faure Chomón)* herido en un brazo y la cadera. Estaba muy pálido pues se veía que había tenido una gran hemorragia y tenía la ropa ajada, sucia y mojada de sangre y sudor…. Juan Nuiry se lo llevó del lugar en búsqueda de ayuda médica…. Julio dijo en alta voz, para que todos los combatientes lo oyeran en sus posiciones: . Héctor, Mario, Joe y yo nos reunimos. Joe nos dijo que saldríamos por una de las escaleras laterales, para evitar a los policías que estaban parapetados por Infanta y San Lázaro y a otros que venían por la Avenida de los Presidentes. Héctor dijo que lo mejor era salir en el auto disparando para poder pasar. Dije que a pesar de mis heridas podía manejar si me ayudaban. Cuando llegamos al auto vi que no estaba puesta la llave. Arman¬do, consciente de que aquella era una operación suicida, la había botado al llegar con las armas a la universidad. Revisé mi cartera pues recordé que tenía una de repuesto. Con la ayuda de Héctor, que pisaba el acelerador, salimos sin hallar resistencia. Casi no había tráfico; la calle estaba desolada. No dirigí la vista hacia mi derecha, por Jovellar hacia abajo, no quise mirar hacia donde debía estar el cadáver de José Antonio... Fuente: Todo tiene su tiempo. Edición digital. Carlos Figueredo Rosales (El Chino). La Habana 2002.

Compilador: Ramón Pérez Cabrera, Arístides. *Notas del compilador.

El crimen de Humbolt 7. Ramón Pérez Cabrera

Ramón Pérez Cabrera, Arístides. De Palacio Hasta Las Villas.
Edición digital: http://www.lulu.com/content/688625

Después del fallido intento de ajusticiar al tirano Fulgencio Batista el 13 de marzo de 1957, los integrantes del Ejecutivo Nacional del Directorio Revolucionario, y otros miembros de la Organización, se acuartelaron en el sótano de una casa de la calle 19 en el Vedado, pero en muy poco tiempo la permanencia en el lugar se hizo insostenible. El cerco se cerraba sobre ellos, golpe a golpe los cuerpos represivos del tirano Batista iban capturando los apartamentos que tenía el Directorio en reserva sin utilizar en el Vedado. Los allí escondidos apreciaban que el sótano de la calle 19 se convertía cada vez más en una sala de espera para condenados a muerte.

En Julio García Oliveras y Enrique Rodríguez-Loeches había recaído con mayor peso la delicada y arriesgada misión de transportar, esconder y abastecer a los sobrevivientes del 13 de Marzo. Entonces, ante el peligro de que los escondidos en la calle 19 fuesen descubiertos, debían sacarlos y reubicarlos hacia distintos lugares de la capital, pero ninguno quería vivir solo. La soledad era otro poderoso enemigo del perseguido.

Faure Chomón fue el primero en salir para casa de Nena Pérez en el Vedado y después para casa de Rodríguez-Loeches en Nicanor del Campo. Entonces para casa de Nena fueron Fructuoso Rodríguez y Tony Castell. A José Machado (Machadito) y a Juan Pedro Carbó los llevó Enrique para una casa de la calle Aramburu y desde allí García Oliveras los llevó para un apartamento en la calle General Lee en la Víbora. Después Tony y Fructuoso se trasladaron para un apartamento que tenía Tony en el Cerro y de allí fueron hacia el Vedado nuevamente, hasta que también se trasladaron ambos, el día 14 de abril, para la Víbora, Fructuoso en el apartamento de la calle General Lee y Tony alternaba su estancia allí con otro lugar de ese reparto.

El apartamento de la Víbora, hacia donde fueron a vivir Machadito, Carbó y Fructuoso, había sido alquilado por Mery Pumpido, quien en el Directorio era la persona que se encargaba casi siempre de buscar el escondite para los perseguidos de la Organización. El apartamento hacía esquina y era recién construido, apenas sin amueblar y carecía de luz eléctrica.

El 15 de abril en horas de la noche un carro patrullero daba vueltas repetidamente por la cuadra, Machadito, quien apenas dormía por las noches, se percató y despertó a los demás. Esa noche no hubo más incidentes. La noche del 16 de abril, ya de la madrugada, Machadito observó nuevamente el patrullaje de la perseguidora. “Estamos rodeados”, dijo a sus compañeros. “Tranquilos, a vestirnos”, le replicó Carbó. Se vistieron y salieron hacia la calle armados con sus pistolas, pues decidieron buscar un nuevo lugar donde esconderse, al considerar inminente el asalto de la policía al apartamento de la Víbora.

Salieron a pie en la madrugada del 17 de abril. Caminaron durante varios minutos por las solitarias y para ellos peligrosas calles de la Víbora hasta el paradero de la ruta de guaguas más cercana que los llevaría a un nuevo escondite. Machadito tenía la llave de una casa en el Vedado para caso de emergencia y hacia ese lugar dirigieron sus pasos. Pero el peregrinaje continuaba hasta que fueron a esconderse en el Colegio Farmacéutico en Malecón y San Nicolás. En dicho Colegio pensaban permanecer varios días, era la Semana Santa, no había trabajo y el Presidente había dado permiso al custodio para que no regresara al trabajo en varios días, pero un incidente interrumpió la intención de los tres revolucionarios en permanecer en el lugar. Una mañana llegó de improviso al Colegio un sobrino del Presidente y se encontró que lo encañonaban los allí escondidos con sus pistolas. Los revolucionarios lograron indagar quien era el visitante, pero decidieron buscar otro escondite. Era el 19 de abril de 1957.

Joe Westbrook después de salir del sótano de la calle 19 estuvo primero en Marianao y a veces se quedaba en casa de su novia en el Vedado, hasta que se escondiera en el apartamento 201 en la calle Humbolt # 7 en el Vedado. Fructuoso, Machadito y Carbó habían hecho contacto con Joe y hacia Humbolt 7 se dirigieron en horas de la noche del 19 de abril, pero al llegar a la calle Humbolt observaron que había una perseguidora aparcada frente al edificio. Decidieron no bajarse del auto, conducido por García Oliveras, y continuaron hacia el apartamento de Ricardo Bianchi, pero no pudieron instalarse y tuvieron que regresar al apartamento donde estaba Joe en Humbolt 7. Era temprano en la madrugada del 20 de abril.

Ese día, en horas de la mañana, llegó al apartamento de Humbolt 7 Marcos Armando Rodríguez (Marquitos), quien tenía relaciones de amistad con Joe. Juan Pedro se molestó al verlo allí y aunque sentía gran respeto y consideración por Joe, se expresó de manera despectiva sobre Marquitos. Joe se había vinculado con Marquitos a través de su novia, Disis Guira, una joven que mantenía estrecha amistad con varios compañeros que a su vez conocían a Marquitos. Marquitos no le respondió a Juan Pedro, pero luego, creyendo que Joe saldría del lugar, los delató a la policía batistiana. Así lo confesó antes de que lo fusilaran en marzo de 1964 cuando todo se descubrió por la indoblegable insistencia de Marta Jiménez, viuda de Fructuoso, reclamando justicia.

Para llevar a cabo la delación Marquitos telefoneó a la Quinta Estación de Policía y solicitó hablar con el coronel Esteban Ventura Novo y, por medio de esa conversación, concertó una entrevista con el asesino que se efectuó ese mismo día en un apartamento de la calle Carlos III. En esa entrevista Marquitos le informó a Ventura las personas que estaban escondidas en el La cacería se organizó en muy breve tiempo, pues los cuatro jóvenes habían sido delatados con lujo de detalles. Al atardecer del 20 de abril de 1957 Esteban Ventura Novo y un puñado de sus más selectos colaboradores, comenzaban a derribar con la culata de sus armas la puerta del apartamento 201 en Humbolt 7. Los revolucionarios conscientes que no podrían enfrentar con las armas disponibles, tres pistolas, a los esbirros y aun cuando tres de ellos estaban a medio vestir, se aprestaron a escapar vertiginosamente.

Joe Westbrook logró alcanzar el apartamento de los bajos y pidió a la señora que le abrió la puerta que le permitiese permanecer en el mismo y ella accedió. Joe serenamente se sentó en la sala y simuló estar de visita. Los segundos le parecerían horas, la señora estaba muy nerviosa. Al rato tocaron violentamente a la puerta, no había dudas que era la Policía. Joe se daría cuenta que estaba perdido, pero su recia personalidad de hombre viril hasta las últimas consecuencias le hizo no perder su instinto de caballero aun en los umbrales de la muerte y con palabras firmes y serenas tranquilizó a la señora y abrió la puerta. Ella suplicó a los esbirros que no le hiciesen daño, pero sus palabras se perdieron con el eco de la ráfaga de la ametralladora que lo desplomó sobre el piso del pasillo apenas traspasado la puerta, dejándolo sin vida. Su cara de jovencito quedó intacta. Sus ojos parecían dormir un profundo sueño más que reposar eternamente, cuando su cadáver se le veía a través del límpido cristal del féretro. El joven soñador al ser asesinado estaba desarmado y sólo había cumplido los 20 años.

Fructuoso, Carbó y Machadito, apenas vestidos, saltaron por el fondo del apartamento, hasta una casa en los bajos y se dispersaron hacía dos lugares distintos; por un lado tomó Carbó quien se dirigía velozmente al elevador cuando fue interceptado y ametrallado a boca de jarro de forma inmisericorde. Todo su rostro y cuerpo quedaron acribillados a balazos. Indudablemente lo habían reconocido y se ensañaron con inaudita brutalidad sobre el valiente gladiador que aun tenía frescas las dos heridas que recibiera durante los combates del asalto a Palacio.

Machadito y Fructuoso corrían desesperadamente en otra dirección por el pasillo y sin pensarlo mucho se lanzaron al vacío por una ventana cayendo en un pasadizo de la agencia de automóviles “Santé Motors Co” situada en el sótano del edificio, que era largo y estrecho. El golpe recibido al caer sobre el duro piso fue contundente y habían quedado atrapados dentro de un recinto cerrado por un grueso candado que impedía abrir la verja de acceso al pasadizo.

Al lugar acudieron trabajadores de la Santé, creyendo que el estruendo había sido provocado por algún accidente sufrido por compañeros suyos que se hallaban arreglando una antena de televisión. Fructuoso a causa del trauma sufrido al caer de tan gran altura, quedó inconsciente en el suelo. Machadito por su parte hacía esfuerzos supremos por levantarse, pero tenía los dos tobillos fracturados. Uno de los empleados de la Santé trataba de ayudarlos y fue en pos de la llave para abrir el grueso candado de la verja. No tuvo tiempo de cumplir su generoso empeño.

En ese instante ya uno de los secuaces de Ventura situaba la boca de su ametralladora sobre los barrotes de la verja y afinaba su puntería hacía los dos hombres indefensos, pues al caer habían perdido sus pistolas y Machadito el único consciente no podía defenderse. Comenzaba el macabro asesinato de los dos revolucionarios que eran fusilados a corta distancia por los certeros disparos del arma apoyada. El esbirro disparó aún a sabiendas de que el que estaba consciente no portaba arma alguna en sus manos. A éste se unieron otros asesinos que rompieron a martillazos el candado que cerraba la verja y una vez traspasada ésta, remataron con certeros balazos los inanimados cuerpos del Secretario General del Directorio Revolucionario 13 de Marzo Fructuoso Rodríguez Pérez y el del destacado héroe del asalto a Palacio, José Machado (Machadito). Así fue consumado el 20 de abril de 1957 el crimen de Humbolt 7.

Pero el ensañamiento criminal no terminó con el asesinato de los cuatro jóvenes. Los esbirros querían dejar marcadas evidencias de su desprecio por la vida de un revolucionario. Varios de ellos, al son de las eufóricas expresiones de victoria de Ventura Novo, en su ir y venir de un lado a otro de la cuadra, arrastraron los cadáveres desde los distintos lugares donde fueron baleados tirándoles de los pelos hasta depositarlos en la acera. Segundos más tarde los tomaban de nuevo por los pelos y los arrastraron hasta la esquina, dejando una estela de aquella generosa sangre en escaleras y aceras. Los hombres de Ventura, sin el menor pudor, lo hicieron a la vista de los vecinos asomados a los balcones de los edificios colindantes, que consternados pedían clemencia o daban airados gritos de indignación, hasta que los esbirros, como respuesta, dispararon varias ráfagas de ametralladoras con el fin de amedrentarlos.

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